Autonomía de la Voluntad y Procedimiento en el Arbitraje

mayo 16, 2016 COLVYAP 0 Comments



* Artículo aportado a COLVYAP por Luis Miguel Falla Zúñiga.

Las discusiones que se presentaron respecto de la posibilidad de las partes de un proceso arbitral de crearse su propio procedimiento, parecen haber quedado zanjadas con lo dispuesto por el artículo 58 de la Ley 1563 de 2012, el cual expresamente las faculta para adelantar el trámite de un arbitraje independiente o arbitraje ad hoc. No obstante, puede ser que la superación de la discusión lo sea tan sólo en apariencia y que cuando las partes quieran oponer la autonomía de su voluntad al sistema jurídico procesal imperante, se encuentren con que las limitaciones a su libertad son suficientes como para hacer nugatoria la habilitación concedida por la Ley 1563.

El principal motivo para pensar que ello puede ser así es porque el mismo artículo 58 dice, a continuación de la habilitación a los particulares para establecer sus reglas de procedimiento, que se deberán respetar, en todo caso, “los principios constitucionales que integran el debido proceso, el derecho de defensa y la igualdad de las partes”. Y es allí donde vale la pena preguntarse si esos principios constitucionales se inscriben dentro de lo que podría ser un régimen procesal común, que es inherente a cualquier proceso judicial, independientemente del tipo de acción que se trate o de la calidad del juez que conozca de él.

Lo que ocurre, particularmente, es que Colombia ya cuenta con decisiones judiciales contrapuestas entre sí, en punto de la discusión sobre la validez de un proceso arbitral independiente. Así, aun cuando para la Corte Constitucional, el arbitraje independiente se ajusta a la Carta Política , el Consejo de Estado ha considerado que las partes no pueden derogar normas procesales por ser éstas de orden público . Pero debe advertirse que el mismo artículo 58 ha excluido a las entidades públicas de la posibilidad de crear reglas procedimentales si hacen parte de un proceso arbitral, lo cual inclinaría la balanza a favor de la posición de la Corte Constitucional con la salida del debate del Consejo de Estado.  

Descartada la posibilidad de encontrar apoyo en la posición del Consejo de Estado, creemos que todavía pueden encontrarse espacios en la discusión para proponer puntos de disidencia. Pero la base de la oposición a la aceptación generalizada del arbitraje ad hoc está puesta en términos de su eficacia y no de su existencia, pues queda muy claro que hay una norma de carácter legal que lo consagra. Otra cosa es que podamos llegar a ver un arbitraje nacional regido por normas de procedimiento creadas por las partes cuya validez sea incuestionable.

Bajo el entendido anterior, es nuestra opinión que la noción de arbitraje independiente en el ordenamiento jurídico colombiano presenta principalmente tres fisuras de carácter jurídico, teórico y práctico.

Primera fisura

El primer punto de quiebre se refiere a los límites materiales que imponen el debido proceso, el derecho de defensa y la igualdad entre las partes, los cuales fueron expresamente contemplados por el Legislador en el artículo 58. Para hacerlos efectivos, opinamos que debe existir un proceso previamente definido que responda a criterios de objetividad e interés público.

Dentro del núcleo esencial del debido proceso están las partes, a quienes se les debe garantizar una intervención plena y eficaz. Así mismo, dentro de aquél se encuentra el juez, cuya conducta debe estar reglada para que su decisión no devenga en una arbitrariedad. Al entrar en contacto con la libertad inscrita en el ámbito de la autonomía de la voluntad, el ejercicio de ponderación debería tomar en consideración un proceso con garantías mínimas —muy cercano al núcleo esencial del debido proceso— como presupuesto de libertad de las partes procesales y materialización de los otros dos principios que trae el artículo 58: la defensa y la igualdad. En otras palabras, se trata de un proceso mínimo desde el punto de vista material y que puede no tener una definición y un desarrollo formal, pero que en todo caso debe estar implícito en cualquier actuación judicial.

En esos términos, entendemos que el proceso es un elemento esencial del arbitramento y que de su estructura depende la validez de la decisión que se adopte. La fuerza del laudo arbitral la adquiere por virtud del ejercicio de la función pública de impartir justicia, del sometimiento de la actuación del juzgador a unas formas predeterminadas y de la autoridad que le ha sido delegada por el Legislador al árbitro. Y, entonces, no puede de allí llegarse a concluir que por razón de dicha delegación, se han desplazado las otras dos también a los particulares.  

Porque la jurisdicción, como manifestación de la soberanía estatal, sigue siendo una sola y, por ende, la Ley permanece como la fuente del poder público sobre la que ésta reposa. Y porque el artículo 116 de la Constitución Política, sobre el cual algunos tratadistas han fundado la constitucionalización del arbitraje independiente, es una investidura a particulares de la función de administrar justicia, pero no la creación de una segunda jurisdicción desligada del sistema constitucional.

Aún más, el artículo 116 —ubicado en la parte orgánica de la Constitución Política— debe interpretarse en función de las garantías del debido proceso —previsto en la parte dogmática—. De esta forma, la modificación en la organización estatal no necesariamente comporta una modificación en los aspectos axiológicos del sistema constitucional. De allí que pueda desplazarse la función de administrar justicia a los particulares sin que ello implique ceder la soberanía del Estado en esa materia. Pero lo que no se puede concebir es que el principio de legalidad, como fundamento del debido proceso, pretenda ser modificado bajo el paradigma de las formas alternativas de solución de controversias.

Por la razón que antecede, pensamos que se mantiene un proceso público cuya observancia es obligatoria por mandato constitucional. Lo anterior se desprende de lo previsto en el inciso 2º del artículo 29 de la Constitución Política, a saber:

“Nadie podrá ser juzgado sino conforme a leyes preexistentes al acto que se le imputa, ante juez o tribunal competente y con observancia de la plenitud de las formas propias de cada juicio.” 

En nuestra opinión, y a partir de la lectura de la norma recién citada, solamente el Legislador ha sido facultado para definir las “formas propias de cada juicio”, sin que le sea dable a un particular derogar esas normas en ejercicio de la autonomía de su voluntad.

Segunda fisura

La segunda fisura que puede encontrarse en el arbitraje ad hoc es de orden teórico. De la mano de lo que se acaba de explicar en términos de la Constitución Política, el proceso guarda una inescindible relación con la justicia como fin último.

Teóricamente, la relación proceso-justicia comprueba la necesidad de que el Estado intervenga las normas de procedimiento en materia judicial. Nos ha resultado supremamente ilustrativo el análisis deductivo de Piero Calamandrei que incluyó en su obra “Proceso y Democracia”, para explicar la necesidad de que sea el Estado el que fije “las fases y los mecanismos de la técnica judicial”, el cual hemos reformulado a modo de interpretación, paráfrasis y resumen.

Ejecutar una actividad práctica cualquiera presume implementar un método para alcanzar un fin. Un proceso equivale a un método en tanto se dispongan diferentes actos sucesivos e interrelacionados bajo una lógica común para alcanzar el objetivo. De lo anterior podría colegirse que un proceso judicial puede ser efectivamente una abstracción racional o, inclusive, intuitiva, de la cual se obtenga una decisión que pone fin a un conflicto. Y allí no cabe duda que no es necesaria la intervención del Estado para regular lo que puede ser resuelto a través de la lógica y la razón. Pero la justicia es una manifestación del poder del pueblo y ésta le ha sido encargada al Estado para que a través suyo sea administrada, de manera que es su responsabilidad, es su función, y de ella no puede desprenderse.

Concluiría Calamandrei diciendo:

“Es verdad que el Derecho Procesal constituye sustancialmente una técnica del buen razonar en juicio, pero por otra parte esta técnica es impuesta obligatoriamente y vigilada por el Estado (y por este motivo las reglas técnicas se transforman en normas jurídicas) en virtud de que ese procedimiento técnico constituye la realización de la función más solemne y màs elevada del Estado, de la función con la que el Estado asegura la vida pacífica de la sociedad, es decir, la justicia, que es fundamentum reipublicae”

Ahora bien, quienes estén en desacuerdo con esta segunda fisura podrían argumentar que la controversia entre las partes puede terminar, también y de manera justa, a través de un negocio jurídico en el que equitativamente dispongan de sus derechos. Claro, allí no hay ningún proceso que seguir por obligación, el ejercicio de la autonomía de la voluntad es pleno y el objetivo final puede llegar a ser el mismo.  Pero nos parece que la razón para apartarse de esa posición y argumentar que esa libertad en realidad no tiene espacio en materia de arbitraje, no es otra sino la característica heterocompositiva del trámite arbitral en el cual ya no son las partes quienes disponen de sus derechos sino que lo hace un particular investido de funciones judiciales, esto es, con jurisdicción.

Tercera fisura

Encontramos una tercera fisura cuando tratamos de imaginar un trámite arbitral independiente que cumpla con los requisitos que el mismo artículo 58 le ha impuesto y, a su vez, materialice la autonomía de la voluntad de las partes.

La libertad está en el centro del arbitraje ad hoc y es el estandarte de quienes defienden su arraigo en el ordenamiento jurídico colombiano. Pero nos resulta que el negocio jurídico con el cual las partes definan las reglas de procedimiento no constituiría una verdadera manifestación de la autonomía de la voluntad sino una aplicación del Derecho Procesal en el primer plano y la inclusión de normas dispositivas de las partes sólo de manera suplementaria.

Es que si, en efecto, el alcance del debido proceso, del derecho de defensa y del principio de igualdad, es tan amplio que en últimas las partes tienen que entrar en un nivel de detalle no menor que acoja un exhaustivo estudio de las alternativas de conducta de las partes de manera que se garanticen plenamente esas garantías, la flexibilización pretendida del proceso tendería a incluir aspectos y no a eliminarlos.

Podemos presumir que, así como se ha previsto para el arbitraje internacional, el procedimiento creado por las partes busca informalidad y flexibilización a la medida del caso concreto. Sin embargo, bajo las premisas en que se fundaron las dos anteriores fisuras, ni lo uno ni lo otro podrían ser los supuestos de hecho del arbitraje independiente en Colombia. Si la flexibilización supone renuncias a uno u otro mecanismo procesal con el cual se garantice el debido proceso, o si la informalidad puede dejar al descubierto a una de las dos partes o restarle eficacia a los actos con los cuales ejerce la defensa, ese procedimiento privado-contractual derivaría en una decisión inválida.

Se dibuja, por lo tanto, un proceso mínimo fundado sobre bases legales al cual nada impide que se le agreguen elementos o herramientas procesales por voluntad de las partes, lo cual finalmente haría más atractiva la alternativa de regirse por el procedimiento ordinario.

Conclusión

Cuesta mucho plantear una posición contraria a un proceso evolutivo, sobre todo cuando oponerse a nuevas tendencias pueda entenderse como una defensa de lo obsoleto, de lo que ya debería ser superado. Las dinámicas comerciales y tecnológicas actuales propugnan por una liberalización de las formas y un desarrollo mucho más vertiginoso de las instituciones, sobre todo en cuanto a Derecho se refiere.

Pero la defensa que aquí se ha hecho del orden procesal público va más allá de los avances en los distintos campos del conocimiento. Cada uno de ellos, para alcanzar el nivel de avance actual, ha debido emplear métodos que han conseguido establecerse como estándares cuando se comprueba que resultan exitosos. Para el Derecho Procesal el éxito se mide con el rasero de la justicia y no de la eficiencia, a nuestro juicio, de manera que si así se ha venido estudiando puede resultar más conveniente aplicar los resultados conseguidos bajo ese criterio, que impulsar decisiones fugaces pero frente a las cuales persistan los conflictos que las suscitaron en un primer momento.